‘Se vende esta ciudad como terreno’ o la cultura como política de la cotidianeidad

Morelia, Mich., a 15 de septiembre de 2021.- Uno de los reclamos más fidedignos de ‘Pátzcuaro: se vende esta ciudad como terreno’(2021) de Daniel Márquez Melgoza, es la ausencia de democracia cultural en ese pueblo mágico a través de los años.

            Como Márquez Melgoza sabe por su amplia trayectoria como activista y promotor cultural en Pátzcuaro, desde que llegase en 1977 a la dirección de la Biblioteca del Centro de Cooperación Regional para la Educación de los Adultos en América Latina y el Caribe (Crefal), la democracia no consiste en ir a votar por equis o ye candidato de equis o ye instituto político cada equis o ye número de años.

            Por el contrario, la democracia es esa forma de organización social —y sólo por eso, política, no al revés— en que las personas intervienen cotidianamente en la toma de decisiones que afectan de manera directa sus propias vidas. Es en ese ejercicio en el que puede emerger lo que se supone que sea una democracia.

            En el ámbito de la cosa pública, de la ‘res publica’, lo anterior casi nunca sucede: los partidos y los gobiernos no involucran a la sociedad —y en nuestro caso ésta no busca involucrarse— en la conformación de ese orden, lo cual redunda en una falta de legitimidad de los actores políticos y resulta en una paradoja.

            ¿Quiere esto decir que la organización social no se organiza ni crea sociedad? ¿Significa que la ‘res publica’ no integra —paradójicamente— a la sociedad de la que surge? Acaso el dilema sea aparente y lo que ocurra sea que habitemos a mitad de una organización social no acostumbrada a mirarse al espejo ni a decidir por sí misma en la vida diaria, lo que resultaría en la política que tenemos: esta especie de gerencia o administración por parte de los peores.

            No me refiero aquí al actual gobierno sino al México de los años 80 a la fecha que, saliendo de lo que Mario Vargas Llosa dio en llamar “la dictadura perfecta”, inició su andar democrático gateando, mientras trata ahora de ponerse de pie para aprender a caminar.

            Son pocos entonces quienes buscan involucrarse en la toma de decisiones de la ‘res publica’ y quizá por ello las distintas administraciones opten por ignorarlos, siendo más simple no verlos ni oírlos. Pero en ‘Pátzcuaro: se vende esta ciudad como terreno’, Daniel Márquez evidencia que ignorar los reclamos de la comunidad en la esfera de la cultura es el supremo disparate.

            ¿No es la propia cultura la organización social en sí misma, el tejido comunitario, como se dice comúnmente? ¿Puede un gobierno que se precie de ser legítimo o siquiera democrático ignorar a sus actores culturales?

            Algo que nunca se entiende es que la cultura no consiste sólo en el arte y mucho menos en el turismo. Haciendo una comparación, “la cultura sería como una camisa y el arte sólo uno de los botones”, como le gusta expresar a José Luis Rodríguez Ávalos para explicar la diferencia.

            La cultura es la comida que comemos, la arquitectura, pero también nuestro lenguaje,nuestros gestos, la perspectiva que tenemos de la vida, las decisiones que tomamos guiados en esa perspectiva; en suma, la creación, pero sobre todo los hábitos, la historia, una misma visión, filias y fobias que compartimos como integrantes de una comunidad.

            Y esto y no otra cosa es lo que en el fondo discute el escritor Daniel Márquez en los seis apartados y 319 páginas de su libro: “Patrimonio arquitectónico”, “La cultura y el arte”, “Pueblo mágico y turismo”, “Vialidades”, “Voluntad política” y “Medio ambiente”, divididos a su vez en 74 artículos y columnas publicadas de 1999 a 2015 en la extintaJornada Michoacán’, con excepción del primer texto, aparecido en ‘La Voz de Michoacán’.

II

El título del libro de Márquez Melgoza es sintomático. Aquí y allá —alrededor de las ciudades mexicanas de corte colonial— hay letreros en viejos inmuebles a punto de derrumbarse en los que se lee “Se vende esta casa como terreno”. Quién sabe cuánto patrimonio edificado se habrá perdido ya en el país a estas alturas.

            A fines de los 80 e inicios de los 90, al pasar afuera del estropeado Antiguo Colegio Jesuita, podía verse un letrero en ese monumento: “Se vende”. Sólo le faltaba el típico “como terreno”. Comenzó a ser ‘vox populi’ que el secretario de Turismo estatal quería hacer en ese lugar un parador turístico.

            Si ya antes, en 1980, estando aún en el Crefal, Daniel Márquez había ayudado en la conformación junto a otros ciudadanos —entre quienes se contaba el holandés Anton de Schutter— del Comité de Defensa Ecológica de Michoacán (Codemich) para no permitir la instalación en Santa Fe de la Laguna de una planta nuclear de dos reactores, ahora encabezaría un movimiento para, primero, organizar a otras personas que como él querían evitar que el edificio jesuita fuera vendido y, en segundo término, analizar de qué manera podía rehabilitarse, lo que incluía también la activación del espacio como centro de educación artística.

            Así se creó el Patronato Pro Restauración y Conservación del Ex Colegio Jesuita de Pátzcuaro, cuya intervención arquitectónica se realizó de 1992 a 1994, con apoyo de instancias federales. Ahí, tuvo lugar el Festival de Piano de Pátzcuaro, organizado por Márquez Melgoza durante diez años junto con la Coordinación Nacional de Música y Ópera del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA).

            Curiosamente, narra el periodista en las distintas columnas y artículos, con un estilo ameno e íntimo, como de amigo que te estuviera contando una anécdota personal, en Pátzcuaro la comunidad cultural ha tenido más apoyo de las instancias federales y académicas avecindadas en la Ciudad de México, que de  las propias instituciones culturales del estado.

            Lejos de acercarse a quienes residen en aquel municipio para dialogar sobre las necesidades del sector, desde su fundación en 2004 la Secretaría de Cultura de Michoacán (Secum) dicta las pautas de lo que debe hacerse en Pátzcuaro sin conocer la dinámica misma de la ciudad y sin partir de su propia conformación, imponiéndole algo ajeno, se lee en el libro.

            Lo más curioso es que la Secum sacara del Antiguo Colegio Jesuita a quienes lo habían restaurado y que en 2002 no permitieran que se continuara efectuando ahí el festival de piano, por lo que tras tres ediciones éste se suspendió y después tuvo que empezar a realizarse con el Ayuntamiento en espacios como el Teatro Emperador Caltzonzin.

            Paradójicamente, quien toma la dirección del ex colegio —desde que hubiera Instituto Michoacano de Cultura (IMC), incluso antes de la Secum— desconoce por lo general la historia del pueblo mágico, no dialoga con la comunidad patzcuarense, y aun así se atreve a ignorarla, algo por lo que abogó el pintor Francisco Toledo en 1996 ante el gobernador Víctor Manuel Tinoco Rubí enviándole una carta.

            Si el ámbito de la cultura es propiamente el ámbito de lo social y de lo político, puesto que de ahí emana y de él abreva, es incomprensible que las autoridades en materia cultural nunca tomen en cuenta a los ciudadanos y a los artistas, que renten los inmuebles como salones de fiestas y creen galerías y museos en lugar de escuelas, que hagan festivales grandilocuentes sin incluir a los habitantes y sin que se parta de la base de una educación artística de las personas para formar actores culturales, en vez de derrochar en cuestiones mediáticas, claramente elitistas, que no crean comunidad y cuyos efectos tan pronto terminan esos eventos se habrán esfumado, así como el dinero que costó organizarlos.

III

Pero no se crea que todo son críticas en el libro de Márquez Melgoza, pues a cada señalamiento el periodista propone una solución, solución que además él mismo busca poner en marcha.

            Acuden a la mente la iniciativa de participar y, posteriormente, heredar la dirección de la ciclovía Rueda Pátzcuaro Mágico; la férrea defensa que en 2008 organizó con la Cámara de Comercio de Pátzcuaro y otros ciudadanos en torno a la figura de Eréndira para evitar la instalación de un Wal-Mart; o el apoyo que dio en 1997 para que en el Antiguo Colegio Jesuita sesionara por vez primera el Grupo K’uanískuiarani de estudiosos dedicados a la cultura purépecha, que hasta el día de hoy continúa sus actividades.

            Si hay alguien que cree en la democracia y que la ejerce todos los días como parte de su vida cotidiana, dialogando con los demás, ayudándolos y participando directamente en las soluciones, es Daniel Márquez, quien no se hace justicia a sí mismo en su obra: nunca menciona que él es miembro fundador del Patronato Pro Restauración y Conservación del Ex Colegio Jesuita, así como tampoco menciona haber sido de los creadores del Codemich. Hablando con Daniel, éste dice: “No, otros convocaron, yo sólo participé”. Pero platicando con sus hijas Nordy y Bina Eloísa, ellas lo desmienten: “Se reúnen varias personas en estas convocatorias, van perdiendo interés y luego mi papá acaba haciendo todo”.

En todo caso, Márquez Melgoza cree —y está en lo cierto— que los movimientos son sociales, comunitarios, integrados por la ciudadanía y que él debe servir a encauzarlos, pero como una persona más y no como dirigente de nada.

            No recibe retribución monetaria por sus aportes, más bien da de lo suyo para que las iniciativas lleguen a buen puerto, sin jamás situarse a sí mismo en primer plano. Propone no sólo en lo cultural sino en lo político, que al fin de cuentas son sinónimos, aunque aún no se lo haya entendido; e interviene igual ofreciendo soluciones sobre la vialidad que sobre el urbanismo o la ecología, claro que argumentando e informándose en primera instancia.

            Este texto no logra captar la trayectoria de Márquez Melgoza junto a su esposa, la poeta Frida Lara Klahr, y todo cuanto desde 1977 han hecho por Pátzcuaro y por el estado, pero al menos quiere apuntar en esa dirección.

            Y es que a Daniel puede aplicárseles esa frase que dice uno de los personajes del ‘Heutontimoroumenos’, la pieza teatral de Publio Terencio, el cartaginés, “soy hombre y ningún asunto humano me es ajeno”.

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