Por: Elizabeth Juárez Cordero
La conformación de un nuevo gobierno, y en general los cambios institucionales son siempre sinónimo de oportunidad, de oportunidades en plural, de nuevos bríos, de esperanzas renovadas; de esas muchas posibilidades que nuestra propia condición humana nos coloca de frente, porque incluso ahí después de una acalorada elección entre quienes se disputaron el poder, claro en el triunfo, pero también en las derrotas, las posibilidades son tan infinitas, tanto como se esté dispuesto a atender el mensaje expresado en las urnas, a leer el momento político que apunta a un cambio ineludible en la manera de concebir el poder en México.
A apoco más de una semana de la elección, y ya con los resultados medianamente definidos en la composición del Congreso, todo indica estar justo situados en un punto de quiebre, que muy probablemente deje atrás no sólo los paradigmas teóricos que dieron vida el proceso de institucionalización democrática y enmarcaron el primer proceso de alternancia en México en el año 2000, esto frente a una clara reconfiguración de las fuerzas políticas y el ejercicio mismo del poder público, la edificación de una nueva hegemonía partidaria, que es por definición concentradora, pero de la que muy poco conocemos, aun con la experiencia previa, tanto del sexenio que está por terminar como de la hegemonía priísta.
Si bien, es incuestionable el mandato de una mayoría que no sólo renueva la confianza en el proyecto político de la coalición gobernante, sino que también concede condiciones amplias para la toma de decisiones, a través de una representación legislativa mayoritaria, como de manera local en las entidades federativas, por lo que hace a las gubernaturas y senadurías, sin embargo, los alcances del nuevo gobierno, aun con la ruta trazada en las iniciativas del presidente hacia un cambio de régimen político; son inciertas.
Prueba de ello es la agilidad con la que ha respondido la presidenta electa Claudia Sheinbaum y su equipo frente a la inquietud de los mercados y la volatilidad del peso, ante la posibilidad de una aprobación en septiembre próximo del plan C, que entre otras cosas buscarían modificar la integración del Poder Judicial, como la permanencia de algunos de los órganos autónomos.
Cierto es, que hay una legitimidad electoral mayoritaria que ratifica, pero que, en la construcción del gobierno, del ejercicio del poder y asumir las riendas del país, hay todavía un camino que estamos por atestiguar, como la legitimidad misma que se adquiere una vez instalado el nuevo gobierno y que se confirma en las acciones y decisiones de éste, y aun cuando se insista en vaticinar, las posibilidades y sus implicaciones aún están por verse; pues sí la responsabilidad del poder obliga, la responsabilidad del poder mayoritario obliga aún más.
Por lo pronto, tras el encuentro del presidente en funciones y la presidenta electa ocurrido el día de ayer, se ha quedado manifiesta la intención de aprobar en los próximos meses, al menos una parte de ese plan C, prioritaria es la reforma al Poder Judicial, de esta se ha dicho habrá apertura al diálogo, a escuchar a especialistas, barras de abogados, jueces y trabajadores, pero que más allá de que está pueda ser una discusión que permita incidir en la propuesta que se someta a votación, sin duda, su valor recaerá en socializar la construcción de un nuevo poder judicial, distinto al que hasta ahora se conoce, y en todo caso relegitimar está decisión que se tomó en las urnas el 02 de junio pasado.
Como parte de esos mensajes en las urnas, quedó también evidenciado un profundo rechazo a los partidos opositores y el control caciquil de sus dirigentes, que dimitieron ante su propia subsistencia, porque incluso en la bocanada de aire fresco de la marea rosa y la sofisticada disyuntiva entre democracia y autoritarismo, que no emanaron de sesudas estrategias al interior de sus parcelas partidarias, si no de grupos al exterior (económicos y académicos), no lograron el eco esperado, entre otras razones, por esa misma inconsistencia frente lo que manifestaron defender, la pluralidad y la institucionalidad democrática, porque el lenguaje republicano no sólo les queda grande, sino que les es demasiado elevado y antinatural.
La decisión fue contundente, bajo esas siglas no hay, ni habrá oposición que le haga frente al lopezobradorismo, si en el sexenio que termina les fue complejo ser un contrapeso, hoy cuantitativamente es casi una misión imposible, pero ello nos les exime de hacer los cuestionamientos mínimos que las curules y sus jugosas dietas, deberían cuando menos autoexigirles, aunque en las voces de esos que rapiñaron hasta la última candidatura y las primeras posiciones de las listas, esos planteamientos democráticos sigan sonando vacíos.
Este momento de quiebre de la vida política, obliga a la introspección, al repensar el país y las trayectorias institucionales pero también personales y colectivas, como actores o como espectadores, de aquello que estamos por dejar atrás pero casi de manera simultánea a mirar sin pasividad el futuro, porque como ocurre con la vida misma, los finales y los inicios, aun con lo a veces caótico o incierto que se nos presente, son la invitación siempre de sacudirnos, cuestionarnos, soltar o afianzar aquello en lo que se cree. Por ahora en lo político, estamos por transitar caminos inexplorados, no sin antes recordarnos que no hay caminos sólo de ida ni puntos de no retorno, somos parte ya, de un proceso de cambio de implicaciones aun impredecibles, seremos la generación que habrá sido testigo de lo que ocurrió con el segundo piso de la transformación.