Por: Elizabeth Juárez Cordero
Las motivaciones del poder pueden ser tan variadas como hombres y mujeres participan de este, suelen ser más conocidas aquellas que por generosas o de beneficio compartido se hacen causa que aglutina y otorga legitimidad a una aspiración política, una lucha, que al menos en discurso trasciende un interés estrictamente personal. Sin embargo, no son sino esas motivaciones individuales, las que por ser ocultas o trasladadas a un segundo plano, las más genuinas que movilizan la acción política.
Son complementarias no se excluyen, por el contrario, se nutren porque personales o colectivas transitan hacia el mismo objetivo, el poder sin adjetivos ni puntos de llegada; no porque no los tengan o sean irrelevantes sino porque a estas subyace nuestra propia naturaleza humana, como “voluntad de poder”, como pretensión o ambición casi natural, instintiva.
En la búsqueda de reconocimiento, de estatus, de situarse “por encima “ o del lado de los dominadores, de quienes ejercen sobre los otros una relación de mando, ahí donde suelen imponerse los deseos y pasiones por sobre los fines racionales, ser consciente de esta involuntariedad nos reconoce, facilita la introspección, pero sobre todo, la autocontención frente al poder y el abuso, al nuestro primero y luego al de enfrente, como una moderación que se entrena y se renueva de manera permanente, en un nuevo impulso que ronda con pericia y en intimidad aquello que nos seduce, que nos deslumbra.
Porque no ser parte de esa disputa por el poder no nos exime de la conducta que toca a la puerta como posibilidad o como tentación, para tomar atajos, facilitar un asunto, aligerar la llegada, recibir el aplauso, enaltecer el ego, dar rienda suelta a los placeres, cualesquiera que estos sean, o acomodarse en la riqueza y la magnificencia de sentirse distinto, el más listo, el más fuerte, el más bueno, de sentirse más que el resto.
Sucumbimos, nos dejamos embelesar a veces de manera imperceptible, otras más, conscientes de ese cautivador susurro, respondemos con la racionalidad que nos imponen las reglas del orden social, pero muchas más, las más estoy segura, con las pautas y valores propios, los nuestros, personales y voluntariosos, orientando las decisiones y conductas cotidianas que nos mantienen sino impolutos, sí en constante entrenamiento en el ejercicio de los principios autoimpuestos y la moderación auto infringida; como rebeldía o como consciencia.
¿Qué nos activa esa consciencia?, las respuestas pueden ser muchas, se deslizan entre la restricción y la permisividad, como temor o como libertad. El primero, como resultado de nuestras creencias, sobre algo divino como castigo o como fuerzas kármicas que tarde o temprano se encargaran de retornar el orden que se trastoca en el mal actuar, en el abuso o la arbitrariedad que pondera el beneficio personal en perjuicio del prójimo, del bien común.
La segunda, aunque también sometida a la voluntad, otorga una dosis de mayor racionalidad porque reivindica nuestra autonomía, lo único que genuinamente nos pertenece como especie, la capacidad de pensar, de pensarnos y autodeterminarnos frente a las elecciones o dilemas personales, como los que incluyen a otros, como consecuencia o como parte del encuentro colectivo y el beneficio que se comparte. En esa seducción identificada, solo hay dos caminos, la complacencia o la limitación; en ambas hay una confirmación de libertad, de decisión.
Es por ello que, en esta comprensión sobre el deslumbramiento de los otros frente al poder, de quienes permanentemente participan de la política, no pocos encontramos también una fascinación en su observación, en ese escenario que por excelencia les colocan los regímenes democráticos, en la lucha por el poder, la de las elecciones, como la ahora en curso en nuestro país, porque aunque no siempre obvio ni evidente, les desnuda, les dibuja de cuerpo entero en sus motivaciones, que son también la apuesta al final del día, de lo que se disputan los hombres y mujeres del poder, más allá de los espacios de representación política.