#RepresentaTuOpinión: ¡Malditas trasnacionales!

Morelia, Mich., a 2 de septiembre de 2022.- Nos mudamos aquí hace dos años. Más menos. No había vecinos. Al lado, quiero decir. Es una esquina. Sí hay enfrente. Y en otras calles. Pero la casa contigua se encontraba abandonada. En toda la extensión de la palabra abandono. Luego, llegó a rentar una pareja de muchachos con un hijo casi recién nacido. Santiago, oía que lo llamaban pidiéndole que se callara la boca.

            Ella era enfermera, él vendía coches usados. Creo. Casi nunca estaban.

            Cuando estaban, estaban gritándose. Cuando estaban y no estaban gritándose, él tenía la música muy alta. Y bebía.

            Después de unos tres meses decidieron que necesitaban un can. Dejaron entrar uno negro, alto, terso, de pelo brilloso, juguetón, que andaba en la colonia. Una tarde, mientras iba a pasear a mis perros, lo vi en una zanja. Todo tieso. Lo habían atropellado y alguien lo arrojó con las vísceras de fuera a ese boquete.

            Transcurrido un mes, los nuevos vecinos trajeron otro cánido. Hembra. No tan grande como el anterior. Color café. Con unas patotas, eso sí. Le eligieron un nombre bien insólito. Nala. Y la dejaron encerrada día tras día. A veces sin comida ni líquido para tomar. Como cuando se ausentaban viernes, sábado y domingo.

            Cuando no se iban, llegaban a veces familiares suyos a visitarlos. Pero cuando sí, le aventábamos a Nala croquetas en una bolsa para que la rompiera si estaba en el patio trasero. Le dábamos de comer directamente si estaba en la cochera. Le ofrecimos a la enfermera pasear a Nala con nuestros perros. Dijo que sí.

            Nala se volvía loca. Salía corriendo y le ladraba a Carilla. Era un perro fuerte. Se jalaba mucho. Estaba ansiosa. Cuando la entregábamos, aullaba, como pidiendo que no la dejáramos. Como que quería seguir jugando.

Un día, la enfermera, el vendedor de coches usados y Santiago se fueron. Ya no se oían sus discusiones. Ni el llanto del niño que acababa de caerse. Ni su música a todo volumen. Quién sabe qué habrán hecho con Nala.

            Llegó la camioneta roja que estaba ciertos fines de semana ahí, cuando sus familiares venían. Como que la casa ha de haberle pertenecido a alguien cercano. Posteriormente, no volvimos a ver a nadie por más de trece meses y medio. Así de preciso.

            El mes pasado comenzó a haber movimiento y a escucharse unos golpes. Taladraban. Movían muebles. Abofeteaban fierros. Y dejaban una camioneta roja afuera del portón en que guardo mi coche. Con placas de Guanajuato. Tipo Winsdstar.

            No necesitaba salir en ese instante. No comenté nada. Al siguiente día, la camioneta volvió a aparecer en el mismo lugar. Se podía sacar el coche, aunque no muy fácilmente. Me di cuenta de que era una señora quien lo manejaba. La vi abriendo la reja. Unos 60 años. Cabello alborotado. Cara de marino estadounidense en Vietnam. No saludó.

            En la noche, al regresar, su cochera estaba vacía, pero su vehículo tapaba la de nosotros. Clan clan clan clan clán. Señora, buenas noches, ¿puede hacer su camioneta para atrás? Silencio, mira de arriba abajo, escupe una respuesta: No, la calle es libre y yo en la calle hago lo que se me da la gana. Si me lo hubieran pedido antes, de manera educada, la habría movido, pero ya vi que le andan bajando el aire a mis llantas. Que no fuera ridícula, le dije, ni siquiera podía agacharme por el dolor de la ciática. Si quería problemas, legales, los iba a encontrar.

            Desde la banqueta de enfrente el señor de los juegos contemplaba la escena, divertido. Es un tipo de unos 55 años, gordo, que siempre trae puesta una gorra y tiene juegos mecánicos en toda la colonia. Y a uno lado de mi casa. Me pidió permiso cuando llegamos de seguirlos dejando ahí y de estacionarse a un costado, pero le dije que quitara su auto negro cuando empezó a taparme la cochera. Que si podía seguir tapándome la cochera. Ya con lo juegos, jefe, ¿no cree? Movió el automóvil.

            Acto seguido, el parabrisas de su coche apareció roto. Yo ni siquiera estaba en casa pero pensó que había sido yo. Los vecinos de la esquina de enfrente me dijeron que unos trabajadores del Ayuntamiento eran los responsables. Traían una desbrozadora, cortaban el césped y una piedra chocó contra el vidrio. Él no se lo cree.

Ahora el de los juegos me miraba discutiendo con la señora guanajuatense. Yo no tenía la menor intención de hacerle algo a su camioneta. No quería que el señor de pantalón de mezclilla azul y playera blanca de tirantes pensara que me gustaba andar por ahí destruyendo carros ajenos.

            Le tomé una fotografía a la placa con el teléfono y otra a la camioneta tapando la entrada. La señora vio lo que hacía y fue a pararse junto a la matrícula. Le tomé un par de fotos a ella también, posando adelante de su vehículo. Me pedía más fotos. “Más, saca más, no tienes suficientes”. Yo se las tomaba. Llamé a un amigo que trabajaba en la policía municipal. Nunca vino. La señora seguía dejando su camioneta afuera de mi portón.

            Al pasar una semana busqué a un contratista e, irrespetando el reglamento municipal, pero siguiendo mi impulsos, como decía un anuncio de un refresco en los años noventa, le pedí que pusiera un tubo, exactamente en el punto en el que se dividían las dos casas. Fue semejante a cuando un prestidigitador cubre con una manta un cubo de agua con alguien adentro y ésta desaparece. Algo mágico.

            A la mañana sucesiva, la camioneta ya no apareció afuera de la casa. Estaba más lejos, enfrente y hasta atrás. Es obvio que la señora se había percatado del tubo. Pero la historia no termina ahí.

            Pasó más de una semana. Nueve días aproximadamente. Cuando salí en la mañana a la tienda, el pedazo de metal estaba doblado. ¿Con qué lo habrá embestido?, me pregunté. Pensé que cuando se cayera debía mandar a hacer dos tubos la vez siguiente, ambos con cemento por dentro para que no volviera a suceder que se doblaban.

            La tarde del miércoles salí. Al regresar, el tubo estaba en el piso. Pero en la casa de la guanajuatense no había nadie. No parecía que ella lo hubiera hecho. Fui a abrir la cochera para encerrar el carro. Cerraba la puerta cuando vi a dos niños, trepados arriba del poste, haciéndolo para un lado a otro, como si fuera un columpio de chicle.

            ¿Es su tubo? Así es. ¿Saben quién lo tiró? No. ¿Para qué lo pusieron? Hay una señora ahí, pone su camioneta en mi cochera. Lo pusimos para que ya no se estacione. Ah. Bueno. Y los dos niños como de nueve años se fueron corriendo calle abajo.

            Por la noche fuimos a cenar. El tubo estaba en su sitio otra vez, erguido, pero con la base minada. Ya iba a empezar a maldecir a quien había prácticamente tirado el pequeño poste metálico cuando me di cuenta de que la señora había llegado a la casa: su camioneta roja estaba estacionada enfrente, atrás. Traté de enfocar. Tenía una especie de ranura. Vi bien. Sí. Un golpe en la defensa. O donde debía hallarse la defensa.

Era una abertura. De hecho, estaba partida por la mitad.

            Me imaginé la escena. Ella era ahora quien maldecía y expresaba que un tubo no iba a detenerla. Entonces tomaba vuelo y se abalanzaba con la camioneta. Pero oh señor, señor inmisericorde, señor Ford, los chasis ahora los hacen con fibra de carbono. Malditas trasnacionales que quieren ahorrar hasta en materiales clave para la seguridad del conductor. Paguen sus impuestos.

            Esperé a que por la mañana la señora viniera a discutir. Se ve que le encanta pelear. Que mire que su tubo se impactó con mi camioneta y yo quiero que me indemnice. Dio la hora de la comida y no vino. La camioneta seguía afuera, estacionada. Llegaron el sábado y el domingo. Volvió a Guanajuato. O a dónde viva. Pero trae pues placas de Guanajuato.

            Han pasado ya algunos días y va y viene, pero nada ha dicho. Imagino que eso quiere decir tres cosas. Las primeras dos ya las dije: vio el tubo, tuvo que haberlo visto. La segunda: intentó tirarlo con la camioneta, llevándoselo, y se le partió la defensa en dos. Si los casquetes polares de la Antártida, los hielos eternos, se están quebrando luego de miles de años, que no se quiebre su chasis.

            Tercera: no vino a reclamar porque bien que sabía lo que estaba haciendo. Fue a propósito, pensando que el tubo era más frágil y su camioneta más sólida.

            Hace unos meses queríamos comprar un coche.  De esos de agencia, pero a crédito, obviamente. Yo quería el más barato. Había uno de una marca italiana. No era feo. Estaba algo raro, pero no se veía mal. Leímos una reseña en una página sobre coches y comentaban que era una trampa mortal: si llegas a chocar algo, encima de esa cosa, te mueres. ¡Malditas trasnacionales!

            Pensaba ahora en su camioneta contra el tubo, que ni siquiera tenía cemento. Si eso pasa con ese postecito, ¿que no pasara a más de cien kilómetros por hora contra otro coche, un árbol o una barda en la carretera? Con razón pierden la vida tantas personas en la “autopista” a Uruapan.

            Quiero confesar que a pesar de todo no me siento feliz. Pobre señora. Yo sé lo que se siente pegarle al coche. Un día rocé un camión. Llegó el de la aseguradora y lo llevaron a un taller para arreglarlo. Y, ¡tras! Pérdida total. Malditas trasnacionales que hacen coches tan frágiles, que con un mugre tubo se acaban resquebrajando.

No. No me siento feliz. Y lo que es más: ahora vivo con temor. Tengo miedo de que un día la señora de la roja camioneta venga a vengarse. Pero lo que más miedo me da: manejar todos los días al trabajo. Pienso que el más mínimo roce, con una piedra, el filo de la banqueta u otro auto, puede ser mortal. Y a una zanja, como el perro de los papás de Santiago.

            Recordé aquel coche del centro que amaneció volteado al revés, como esas cucarachas que cuando no pueden huir se hacen las indefensas. Filtraron el video de la cámara de seguridad para ver lo que había pasado. El tipo del sedán azul pasa junto a otro auto que está junto a la acera, lo roza y ¡tras!, se voltea, al revés. Es en serio, ve el video. ¿Es que nadie regula a las trasnacionales? ¿Cómo fabrican sus coches? En Monterrey creo que ni agua tenían para tomar, pero eso sí, todos tomando Coca-Cola y cerveza.

            Esto me hizo reflexionar. Me sentí como Budha después de estar debajo del árbol del Bodhi. Desperté. Tuve una iluminación. Iría con la señora. Le explicaría. Le pediría que hiciéramos un movimiento.

            Primero, empezaríamos con una modesta petición en Change.org. Pero pronto, en unas cuantas semanas, no, más, parafrasenado a un expresidente, en unos días, seríamos cientos, miles. Luego, instaríamos a los tomadores de decisiones a arreglar este asunto. Ya vienen las elecciones. Tendrán que respondernos. Con el nivel de argüende de la señora guanajuatense y mi paranoia llegaremos muy lejos. Esto no se va a quedar así. Si quieres unirte a este movimiento, pregúntale a Óscar Guerrero, editor de Los Representantes, para que pronto seamos muchos más.

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