Por Omar Arriaga Garcés
Una de las cosas que la pandemia me permitió hace dos años fue comenzar Seinfeld, esa serie de los 90 que debí haber visto cuando niño, aunque a esa edad no teníamos cable en casa. Antes de Internet, si uno quería un contenido distinto al de la TV abierta, se necesitaba televisión por cable.
Siempre escuché que Friends era una mala copia de Seinfeld y que los monólogos de un tipo llamado Adal Ramones en un programa de nombre Otro rollo, que paralizaban los martes por la noche el tráfico durante media hora, los imitaba del estilo standupero del cómico Jerry Seinfeld que, además, encabeza aún la lista de los actores mejor pagados de Hollywood y Bollywood. ¿A qué diablos se debe eso?
A decir verdad, la famosa sitcom no me convencía, pero aun así decidí verla. La primera y la segunda temporadas son de unos cuantos capítulos —es cierto que hay algunos sólidos, como el de la espera en un restaurante de comida japonesa, aunque hay algo que no acababa de gustarme—. La tercera mejora un poco, pero no es sino hasta el tercer episodio de la cuarta temporada que la serie atrapa realmente. Creo que se debe a un recurso: la célebre puesta en abismo. Me explico.
La abismación o puesta en abismo es ese recurso narrativo que vemos en películas o en novelas. En Hamlet, de Shakespeare, nadie le cree al protagonista que el homicida del rey es su propio tío, hermano del asesino, por lo que monta una obra de teatro sobre el crimen: la obra de teatro que pone en escena es la obra de teatro que ya estamos viendo, una obra de teatro dentro de otra obra de teatro. En la segunda parte de Don Quijote, de Cervantes, al héroe le enseñan un libro y le dicen que es la primera parte de sus aventuras, ya editadas, es decir: un libro que se llama Don Quijote dentro de la segunda parte de Don Quijote.
Es como cuando el filme El sabor de las cerezas (1997) de Abbas Kiarostami termina y al director se le ocurre mostrarle al espectador las cámaras y el set de grabación en que se desarrolla la historia, como diciéndole “esto no es un hecho histórico o una documentación de la realidad, es una obra de ficción, una película”. Se trata de un recurso irónico —la puesta en abismo— porque sitúa al personaje y al espectador en otro sitio, fuera de sí, desde el cual pueden verse actuar.
Se trata de la historia a la que acudimos, de la invención del argumento de Seinfeld, de cómo junto a su asociado Larry David —que en la sitcom es el personaje Georges Costanza— el cómico hace un show sobre sus propias vidas, sus peripecias y pequeños triunfos cotidianos, al lado de su amiga Elaine y de su vecino Kramer. Es, de largo, el mejor episodio: a partir de él la serie se analiza a sí misma, reflexiona sobre sí, se burla de los personajes y de la gente de los 90 y sus costumbres; se distiende y contempla, se multiplica, se despliega, se vuelve más íntima y personal, pero al mismo tiempo más compleja.
En el caso del tercer capítulo de la cuarta temporada de Seinfeld éste es largo, del doble de tiempo de uno normal, más de cuarenta minutos: unos ejecutivos de la cadena de televisión estadounidense NBC invitan a Jerry Seinfeld a presentarles una propuesta para un programa, una serie. La proposición que el comediante les plantea es, por supuesto, la que el espectador está viendo en la pantalla en ese momento.
Se supone que este pequeño apunte sea un elogio de Seinfeld, pero al mismo tiempo me quedo pensando: la serie pone en acción el mismo procedimiento narrativo iniciado por Hamlet en 1603 y por el Quijote en 1615, pero a fines del siglo XX. ¿Cuatro siglos de por medio para llegar a una cafetería noventera que está en el centro de Manhattan y que los personajes puedan verse a sí mismos? Vaya que nos vamos haciendo lentos: yo viendo la serie, Occidente encerrado más de año y medio en una pandemia, tú leyendo este texto si llegaste hasta aquí —por cierto, ahora que te lees, esto es una puesta en abismo—.