Por: Abigail Villalpando
A propósito del año nuevo y las tendencias a enunciar nuestros deseos y objetivos, motivadas por la sinergia colectiva de repensar lo que queremos hacer, experimentar o ser a partir o durante el nuevo año que se nos ofrece en su máxima potencia, pienso en lo que me representa aceptar la invitación a escribir en este espacio, y lo pienso ahora como un acto simbólico, pero sobre todo como un acto político.
Político porque sabemos que se juegan relaciones de poder en todos los espacios y esferas de nuestra vida, inclusive en nuestros deseos. ¿Cuántas de nosotras deseamos o deseamos no desear: acercarnos más a los estándares hegemónicos de belleza este año, tener o dejar de tener una relación de amor romántico, obtener o emanciparnos de la aprobación masculina, entre otros?, y aunque no necesariamente lo enunciemos así, estos deseos se nos ofrecen como el camino para ser felices y plenas, amadas, respetadas.
Entonces, ¿qué queremos?. Esta puede ser una pregunta menor o mayormente difícil de responder, dependiendo de nuestra edad, clase social, grado de escolaridad y, entre otras, nuestro género. Para hacerlo hay que encontrar nuestra voz, y eso en sí es también un acto político. Estas inquietudes se me reafirman, a la vez que transitan hacia un compromiso, por otra oportunidad que ofrecen las rupturas, como la del año “viejo” frente al nuevo, y es la evocación o remembranza de distintos momentos de vida.
Mi primer recuerdo me remontó a ese recorrido introspectivo de búsqueda de la propia voz, durante un taller de novela de la UNAM en el que la profesora nos sensibilizaba sobre la importancia que tiene la escritura de las mujeres para construir memoria y poder entender el ser mujer en distintas épocas y lugares. Recordaba también una comida que se tradujo en un momento que todas habremos experimentado: escuchar a hombres hablar como si fueran voces autorizadas en casi cualquier tema. Mientras los escuchaba, pensaba sobre el síndrome de la impostora, en que no importa qué tan versadas estemos sobre ciertos temas, difícilmente nosotras hablamos como si estuviéramos diciendo la verdad de las cosas. Pero, ¿no es acaso la verdad otra dimensión del poder?
El último momento hilvanó estas ideas y refrendó mi compromiso. Mientras leía sobre participación política de las mujeres, pensaba sobre por qué la paridad y las cuotas de género no han bastado para que ésta deje de estar subordinada, o por qué aún es mayor en espacios como las iglesias, las asociaciones civiles o de derechos humanos. Y bien, todos comparten actividades de cuidado, de trabajo no pago, esquemas que nos son “familiares”, que justamente aprendemos en esa primera institución formativa. No es que simplemente hayamos sido socializadas para obedecer, sino que ello implica ayudar, ser serviciales, y para ello es indispensable anticipar las necesidades de las demás personas, asistirles, acuerparles. No es casual entonces que seamos más sensibles y susceptibles a otras voces, demandas, expectativas y mandatos que a nuestra propia voz, nuestros propios deseos.
Entonces bien, escribo no con miras a esgrimir verdades, porque la relación verdad-poder impide el diálogo, carece de escucha y nos aísla. Escribo como parte de esa búsqueda que muchas compartimos, y la comparto para que imaginemos otras formas de ser y estar en todos los espacios, aún en los que nos han sido negados o en los que nos han hecho creer que no sabemos o podemos estar.